El gran terremoto, como así se le conoce, llegó a sentirse incluso en lugares tan remotos como la isla de Jamaica y, en sólo diez minutos, devastó la ciudad, acabando con la vida de más de cuarenta mil personas.
Las crónicas cuentan que, en torno a las nueve y media de la mañana del primero de noviembre y cuando la gran mayoría de los lisboetas se encontraba en misa cumpliendo con los preceptos del día de Todos los Santos, tres grandes temblores de tierra sacudieron la ciudad. A consecuencia de los mismos, miles de velas que iluminaban las iglesias de la ciudad cayeron sobre las balaustradas de madera y los altares de los templos, originando innumerables incendios que se propagaron por toda Lisboa. De hecho, hoy en día aún son varias las iglesias liboetas en las que los devotos depositan sus candelas sobre las balaustradas de madera que rodean algunos altares.
La gente huyó aterrorizada hacia la costa, donde fue sorprendida por un fuerte maremoto, provocado por el movimiento sísmico, que arrasó todo a su paso.
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